Capítulo 188. Jammin' with The Cat vol.1 - Un Gato sobre una trompeta caliente


Nathan se ha llevado ya el susto del día. Como siempre, se ha acercado con enorme prevención a la fila de vinilos; y, tras meditada observación, ha escogido uno de Duke Ellington, una grabación del Festival de Newport de 1958. “Uy, qué bien” –se habrá dicho con su infinita ingenuidad--, “una orquesta, igual es tarareable…”.

Lo siguiente ha sido una recia sucesión de chillidos, rasgados, maullidos… lo que ustedes prefieran. Nathan se ha precipitado sobre la contracubierta del disco para ver si se había equivocado. Pues no. Era, en efecto, la orquesta de Duke Ellington y su interpretación de un tema llamado “El Gato”. Compositor y solista, William Alonzo “Cat” Anderson. 

Fue uno de los mejores especialistas en el uso de los tonos sobreagudos, con muy pocos rivales o seguidores (Maynard Ferguson, Jon Faddis, Don Ellis…). Y eso le pasó factura. Mucha gente creía --y quizá sigue creyendo-- que Anderson era poco más que un desmedido virtuoso en el empleo del “high tone”, un amanerado trapecista, sin la sensibilidad ni la profundidad de los grandes trompetistas. Vale, es verdad que Ellington y, sobre todo, Lionel Hampton le componían temas o arreglos muy a propósito para que Anderson se situara en agudos casi inhumanos. Vale, “Cat” Anderson sólo brilló de verdad bajo los cuidados de Ellington y apenas fue protagonista de seis o siete álbumes propios. Vale, es verdad “Cat” Anderson no es Miles Davis, ni Clifford Brown, ni Freddie Hubbard, ni Lee Morgan, ni…

Pero quizá no sea del todo cierta la hipótesis de que los ejercicios casi circenses de Anderson (y de otros músicos de jazz) se debían sólo al interés de conectar con esa parte de la audiencia que es más bien superficial y poco exigente, pero numerosa y muy necesaria para ganarse el pan de cada día. En primer lugar, porque los sobreagudos de Anderson encajaban muy bien con el “swing”, muchas veces desmedido y hasta ruidoso, de la orquesta de Hampton; y, en segundo lugar, porque la violenta sonoridad del trompetista ponía a veces el necesario contraste de desgarro con las cerebrales y meditadas composiciones de la orquesta de Ellington.

En todo caso, “Cat” Anderson no era sólo un funambulista, un virtuoso banal, un chulo o un “clown” de la trompeta. Veamos y escuchemos este video, por ejemplo, en el que no renuncia a mostrar su competencia en los tonos estratosféricos, pero poniéndolos al servicio de un tema lento y “whispering”, en el que demuestra también se pueden utilizar los sobreagudos para soplar con emoción y con hondura.



Y, qué demonios, era “The Cat”. Como yo. Sí, yo soy un gato. Vivo entre las maderas desgastadas de “Florian’s” un viejo antro jazz situado en el “downtwon” de New Gon City y que tiene en su céntrica ubicación su único atractivo. Su dueño actual es un pobre diablo que lo compró con la indemnización que le dieron en su último despido y que quiso transformarlo ingenuamente en un local de música “rock”. No contaba con la oposición de los pocos parroquianos habituales, con el desinterés del público potencial, con la resistencia numantina del único “barman”, con el peso de los cientos de vinilos de jazz que entraban de matute en el contrato, ni con el desprecio del gato arisco que les habla. Se resignó y lo mantuvo como garito de jazz. Y, de remate, ni siquiera se llama Florian, sino Nathan; de la misma forma que el dueño anterior tampoco se llamaba Florian, ni tampoco el anterior del anterior… y es que, como bien saben los lectores de novela negra, cambiar un letrero luminoso resulta demasiado caro.

El maullido imposible de Anderson me ha empujado a escribir, como quien obedece a un conjuro. Porque tengo debilidad por los músicos de jazz cuyos discos no aparecen en el Top 10 ó 100 ó 500 de casi ninguna lista; y porque soy un gato y, en consecuencia, deseo unir mi voz a la de Anderson.

Ah, se me olvidaba. Éste es “Cat” Anderson tocando “El Gato”, en Alemania y con buena compañía. No se inquieten ustedes: a mí también se me eriza la piel al escucharlo…






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