Capítulo 326. Jammin' with The Cat vol. 9 - Lágrimas de hielo

Nathan gorilea a lo largo y ancho de la barra. Con su mano derecha, quita una mota inexistente por ahí, raspa una protuberancia que no hay por allá… En la izquierda, medio escondido a su espalda, se agita nervioso un CD. Abro un poco más mis ojos somnolientos y me yergo levemente en el cojín. Algo va a pasar.

“Oye, Luther”, se arranca por fin. “¿No te parece que deberíamos modernizar un poco el repertorio?”. Definitivamente, se me ponen de punta los pelos del cogote. Luther mira a Nathan como debió mirar a su obispo el primer sacerdote a quien se le propuso dejar de dar la misa en latín. Con estudiada teatralidad, se gira hacia los anaqueles que hay detrás de él con los brazos abiertos y pronuncia con amenazadora lentitud: “¿Y qué hay de malo en todo esto?”.

Todo esto, claro está, son varias decenas de vinilos en diferente estado de salud que ocupan un espacio pasablemente amplio del mueble. Existe la convicción, entre los parroquianos del “Florian’s”, de que el día que abandonen ese lugar, el local se vendrá abajo con singular estrépito…

“No hay nada malo, Luther. Yo lo sé, tú lo sabes y hasta El Gato, si fuera capaz de pensar, lo sabría”, concilia Nathan. El barman me mira y me guiña el ojo. Yo, por supuesto, hago lo mismo. Dejemos a los ignorantes en su benemérita ignorancia…

“Lo único que digo es que, de cuando en cuando, podríamos poner algo así”. Nathan alarga a Luther la funda del CD con brazo inseguro y el plástico se queda un rato largo temblando en el aire. “Vale, Nathan, pero no sé cómo podría hacerlo sonar en el plato…”, sonríe Luther con aire malvado. Nathan saca de entre sus pies un “loro” que conoció, como él, tiempos mejores e incrusta el CD. Suena tal que así.



“Genial, Nathan. Quieres renovar la música del local con el disco de un sexagenario”. Nathan mira aprensivo el CD, como si le hubieran estafado. “Pero, ¡si me han dicho que lo acaban de sacar!”. Luther le mira casi con cariño. “Sí, quizá, más o menos... Se grabó hace un año o así. Lo sabrías si lo hubieras comprado, en vez de hacerte con un CD pirata, so roña. Es de Tom Harrell y, como no lo conoces y es un tema en el que sólo suenan su trompeta y el batería Jonathan Blake, te parece de lo más moderno”.

Gateo por los taburetes y me pego a Luther, que se acoda en la barra. Toca lección. “Si le preguntas a un aficionado, lo primero que te dirá de él es que tiene diagnosticada una esquizofrenia desde hace años, porque eso es de ese tipo de  detalles morbosos que a la gente le pone. Pero lo importante es que, a pesar de su esquizofrenia, o gracias a ella, tiene una treintena larga de discos como solista, amén de un par de centenares como músico de sesión con gente como Woody Herman, Dizzy Gillespie, Horace Silver, Mel Lewis, Joe Lovano, Charlie Haden… y, sobre todo, Phil Woods. En fin, casi nada al aparato. Y eso que algún experto dijo de él que pertenecía a una ‘generación perdida’ que, a pesar de su talento, no lograba llamar la atención de las casas discográficas…”

Nathan logra tartamudear un poco: “Y a ti… ¿te gusta?”. Luther eleva su larga estatura negra y baja una octava su voz, como en señal de respeto. “A mí me gusta porque no es fácil ser frío y tener “swing”. A mí me gusta porque es capaz de tocar con músicos de todos los pelajes y condición sin perder su personalidad. A mí me gusta porque es fiel a su quinteto. A mí me gusta porque se nota que ha tocado con gente como Bill Evans o Lee Konitz, y forma parte de esa fría corriente del “jazz” que alimentó Miles Davis con su “Birth of the Cool” y que es capaz de mezclar emoción y reflexión a partes iguales. A mí me gusta, soberano majadero, porque muchas veces suena así…”

Luther arranca de un zarpazo el “loro” de las manos de Nathan y pone el cuarto tema del CD, “Journey to the stars”:



Esta vez, Tom Harrell se apoya sólo en su pianista, Danny Grissett, que desgrana con lentitud una larga serie de arpegios sobre los que se arranca una trompeta que parece estar tocando un soneto.

Son las 5 de la tarde, pero en el local se hace de noche. Aparecen estrellas borrosas en el techo y cae sobre los tres una lluvia de lágrimas de hielo. Cuando Grissett deja morir el último arpegio, Luther apaga de un manotazo el “loro”. Y, entonces, sin saber muy bien por qué, nos quedamos todos en silencio…

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