Capítulo 249. Jammin' with The Cat vol. 5 - Dos años infinitos


Es una tarde plomiza. Llueve y el “Florian’s” acaba de abrir sus puertas ante la más absoluta de las indiferencias por parte de la población circundante. Luther se aburre mortalmente. Procuro diluirme en un rincón para lamerme la cola y, por ello, sólo le queda Nathan para distraerse. “A ver: ¿quién era el mejor trompetista a mediados de los años 50?”. Nathan se molesta. Es un ignorante, pero la pregunta le duele. “Vamos, Luther, no seas capullo. Todo el mundo sabe que el mejor trompetista desde finales de los 40, y en adelante, fue siempre Miles”. Luther se pone de repente serio. “Sí es posible. Pero no para mí. Durante dos años, el mejor fue éste…”

Luther saca de los estantes un increíble vinilo, pesado, rígido, imposible de combar, que al parecer formaba parte de una desaparecida colección denominada “Jazz Document”. El sonido es técnicamente horroroso; de hecho, la trompeta está todo el rato acoplada. Pero la música… aaaaah, la música suena así:



Es una versión de un clásico de Gershwin, “I can’t get started with you”, por el quinteto de Max Roach y Clifford Brown, grabada en algún lugar de California en 1954, cuando ambos músicos empezaron a tocar juntos. De hecho, el disco es un lío, porque aunque el vinilo de “Jazz Document” señala que Harold Land, Richie Powell y George Morrow –habituales en el quinteto— eran los acompañantes, lo son sólo en cuatro de los ocho temas, pues en los otros cuatro tocaban Teddy Edwards, Carl Perkins y George Bledsoe. Quizá por ello el disco se llama “The Best of Max Roach & Clifford Brown en concierto”, como confesando que es una especie de recopilación.

Pero estoy divagando. Dejo de lamerme la cola y me dejo llevar por la música: un solo impresionante, medido, casi perfecto, quizá más íntimo y recogido de lo que es habitual en Brown…, hasta que allá por el minuto 3, en la última repetición del tema, el trompetista parece que no puede más y suelta una serie de agudos que suspenden el tiempo del “Florian’s” y hacen que Nathan sienta algo semejante a una revelación religiosa.

Fueron sólo dos años. Clifford Brown había irrumpido en escena con anécdotas de película tópica: a los 19 años tuvo que sustituir de improviso a un impuntual trompetista de la orquesta de Dizzy Gillespie y éste se quedó asombrado de la pericia de aquel joven desconocido; un año después, logró tocar con Charlie Parker y éste le dijo en un aparte: “Oigo cómo estás tocando y no me lo puedo creer”. Después,  se enroló con Tadd Dameron, con Lionel Hampton, ¡con los Messengers de Art Blakey! Grabó con músicos europeos en París, ante el enojo de Hampton, que se lo había llevado de “tour” por el continente; con orquesta de cuerdas y arreglos de Neal Hefti; con músicos “cool” en California (Zoot Sims, Shelly Manne…); con un Eric Dolphy aún en los primeros pasos de su futuro vanguardismo; con Sarah Vaughan (un disco sencillamente memorable), con Dinah Washinhgton, con Helen Merrill… Su técnica insuperable parecía permitirle grabar con todo el mundo, incluso a riesgo de ser mejor intérprete que músico… Y en esto, Dios sea loado, se topó con Max Roach en California.

El batería dio a Clifford un empujón decisivo para que éste se convirtiera en una raíz, seguramente no del todo implantada, pero suficientemente expresiva, de lo que no mucho después sería el “hard bop”; y en referente para una larga constelación de trompetistas posteriores cuyo estilo está mucho más cercano al de Brown que al del propio Miles.

Fueron sólo dos años trabajando con Roach, ya lo he dicho, y media docena larga de grabaciones que suponen un momento insoslayable en la historia del jazz moderno. Pero un estúpido día de junio, el coche en el que Brown viajaba con el pianista Richie Powell y la mujer de éste se salió de la carretera… El trompetista no había cumplido aún los 26.

Luther mira fijamente la cubierta del vinilo y yo me aúpo al mostrador para acompañarle en su oración. Él no se explica cómo un músico pudo producir una serie tan larga de grabaciones memorables, casi una treintena, con gente de primerísimo nivel, en apenas tres o cuatro cursos, y siendo poco más que un veinteañero de aire un tanto envejecido. Luther trata de evitarlo, pero cae en la tentación de preguntarse, una vez más, cuál habría sido la posible evolución de un músico tan singular si ese día de junio no…

“Deja de darle vueltas. Nunca lo sabremos. Lo que no ha ocurrido, no ha ocurrido. Seguramente, era mejor instrumentista que músico…”, espeta apartándome de un manotazo. “Pero, Luther, si yo no he dicho nada…”, protesta Nathan quejumbroso. “Ya lo sé. Pero lo estás pensando… Lo pensamos todos cuando escuchamos a Clifford”.

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